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domingo, 31 de julio de 2016

Carmen

Carmen era sordociega y vivía con su hermana de avanzada edad, quien cuidaba de ella.
Tenían un lenguaje entre hermanas no estandarizado, pero que les servía para comunicarse mínimamente y entre este lenguaje, y los muchos años de convivencia, llegaban a entenderse.
El problema de Carmen fue cuando su hermana enfermó y sus sobrinos decidieron ingresarla en una residencia.
Estaba en un sitio que no conocía. Cuando deambulaba por la misma, se perdía. Estaba bajo el cuidado de unas auxiliares que no conocía, que no sabían, ni podían comunicarse con ella.
Carmen necesitaba conocer, necesitaba comunicarse con su nuevo entorno, conocer su residencia, conocer a sus cuidadoras, pero las auxiliares “no tenían posibilidad de dedicarle mucho tiempo”... y es que por cada 15 residentes había una auxiliar...
Y no es que no quisieran, es que no podían...
La llevaban al comedor pero ella no sabía dónde estaba. Le ponían su comida pero ella no sabía lo que comía. La dejaban en una sala largas horas sentada pero ella no paraba de pensar y al final, pasó lo que nunca debió pasar, la sordociega se comunicaba con el lenguaje de la frustración, el de los chillidos, los manotazos..., era la única manera que ella conocía para decir, “no me encuentro bien, no sé donde estoy, no sé quiénes sois ni lo que queréis de mi...”
Visité la residencia con la especialista en sordoceguera y valoramos a la sordociega.
Con una emisora FM no mejoraba su audición.
Hablamos con la directora del centro y nos ofrecimos a darles formación, una mañana, a las auxiliares que trabajaban en dicha residencia directamente con Carmen pero nos contestaron “que no era posible, que las auxiliares debían de trabajar, que quién iba a atender a los ancianos...” y todo fueron excusas.
Contactamos con su sobrino. “Vamos a llevarla a un centro para ver el tema de un audífono, vamos a atenderla en baja visión para ver si puede ver un poco mejor, vamos a hacer fuerza en la residencia para que nos dejen formar a las auxiliares que la atienden...”, pero el sobrino también tenía sus obligaciones: una madre enferma por atender, un trabajo, una casa y una familia de la que encargarse.
La imagen de Carmen siempre en mi mente será la misma. Sentada en un sillón, muy arreglada, con su bolso en la mano, “como esperando al autobús, al autobús de la comunicación y del entendimiento” hasta que un día, en una visita rutinaria a la residencia, Carmen ya se había subido a ese autobús que se te lleva de esta vida.

El sentimiento que nos quedó con Carmen es que siempre podríamos haberlo hecho mejor, que siempre hubiéramos tenido un nuevo camino por recorrer, una nueva idea que concebir... pero ya no había tiempo, ni de mejorar, ni de recorrer, ni de concebir.







viernes, 29 de julio de 2016

Una elección.



Levantarte temprano un domingo, con tiempo de sobra para poder tomarte un café, fumarte un cigarro, y entre el café y el cigarro, equiparte.
La chaqueta y los guantes son lo último.
Con los guantes pierdes el tacto y con la chaqueta parte de tu movilidad, que la cordura y las protecciones con las articulaciones de hombros y brazos nunca se han llevado bien.
No vale cualquier chaqueta, debe ser la chaqueta, esa que me compré en Elche hace 20 años, esa que cada mayo guardo en el armario en una funda para reencontrarla en noviembre, solo puede ser esa.
Mariposas en el estómago. Buena señal. Señal de que tu cerebro te recuerda que Bonnie, como cualquier caballo blanco, se puede asustar y te puede tirar.
Lo imprevisto en una cuneta, un poco de gravilla en una curva, la imprudencia de un conductor... pero siempre confío en Bonnie, en sus ruedas tan negras, en su docilidad, en su capacidad de frenar o acelerar y hasta la fecha, siempre me ha ayudado a mantener mi integridad.
La llegada al punto de reunión. Importante.
Todos tienen mariposas en el estómago, pero ninguno lo dice.
Todos sonríen, bromean, se ultima el trayecto hasta que se cierra el cielo, aparecen las nubes y se escuchan los primeros truenos, el arranque de 12 motos de gran cilindrada.
Un grupo seguro, donde Miguel abre el grupo, donde el más experimentado va al final recogiendo a los rezagados, a los menos expertos, una carretera comarcal con curvas y paisajes donde a veces, se produce un momento místico donde, relajas los hombros, la mirada y la moto se funde con tu cuerpo, con la carretera y con el paisaje y en ese momento, solo en ese momento y durante esos segundos, solo durante esos segundos, eres tremendamente feliz.
Montar a Bonnie es solo una elección, la elección del domingo, la que no se negocia, la que no se desecha. Es... la elección.








jueves, 28 de julio de 2016

Solalba el Dragón.



En las tierras de Solalba el frío y la niebla se apoderaban de las montañas cada noche, el color plata de las pequeñas briznas de musgo helado se tornaban en hermosas gotas de agua cuando el sol se dejaba ver tras riscos del norte. Los amaneceres siempre eran rojizos, el  paisaje duro, agreste contrastaba con el verde de  la llanura, lleno de vida, de agua, de amigos...

Solalba siempre vivió en una cueva en lo alto de la montaña. Ella necesitaba el frío para mitigar todo el calor que exhalaba de su estómago y poder descansar por la noche de manera dulce y serena.

Nunca le gustó madrugar. Eso de levantarse a las siete nunca fue con ella.

Nunca le gustaron los trajes de chaqueta. Siempre que había un evento dragón en la comarca, siempre protestaba por sus tacones, su falda entallada y su camisa algo escotada.

Siempre fue sencilla. Le gustaba los domingos quedarse en la cueva con su pijama, acostarse tarde leyendo novelas de amor, escuchar a Carlos Baute en su mp3 y beber Coca Cola. Si por Solalba hubiera sido hubiera comido de Coca Cola.

Solalba tenía algo que solo unos pocos dragones tienen y que a la vez, solo unos pocos dragones pueden ver. Tenía magia.

Esa magia le provocaba rodearse de dragones que poseyeran y regalaran esa misma magia.

Siempre que hablaba era para decir algo bueno de la vida; de otro dragón, de lo maravillosa que era su vida ... era tan singular su presencia, que a pesar de ser una dragón pequeña, siempre que entraba en una cueva, la llenaba con su luz y su ilusión.

Solalba trabajaba. Al llegar a la mayoría de edad decidió empezar a trabajar, pero ella necesitaba un trabajo especial, donde tuviera compañeros especiales, donde tuviera... amor y libertad!!!

Ella no servía para encerrarse en una oficina. No podía trabajar en un habitáculo encajonado y oscuro, con un aire alterado por la calefacción.  Solalba no podía trabajar con tacones, ni con falda entallada ni con una camisa algo escotada, nada de eso iba con ella.  En cambio le fascinaba trabajar en la calle,  llevar un gorro de lana en la cabeza en invierno y unas sandalias en verano,  estar con otros dragones y preguntarles por sus cosas… reír, hablar, escuchar, abrazar y besar...

Como suele pasar en esta vida, cuando mejor le iba, cuando mejor se encontraba, cuando con mayor ilusión vivía, el Dragón Supremo, el ancestral, el espiritual, el primero de todos los dragones, el Dragón Creador se la llevó a su lado.

A veces los GRANDES DRAGONES del cielo resultan egoístas, olvidaron lo necesaria que era Solalba en estas tierras. Olvidaron el vacío que deja a los dragones terrenales que se nutrían del amor y la luz de Solalba.

En las tierras de Solalba el frío y la niebla siguen apoderándose  de las montañas cada noche. Nadie ha olvidado que ella tenía magia, a veces manda alguna señal, pequeñita, sin valor pero para los que la conocieron tiene significado, ella siempre estará en la memoria y sin duda con un código nuevo nos arropa y nos cuida como cuando estaba en su cueva en lo alto de la montaña. Allí donde los suaves vientos parecen susurrar aquella canción que le gustaba tanto. Allí donde sigue estando con su energía aportándonos su fuerza y vitalidad.

La estela  de Solalba se expande como el eco en las montañas,  su recuerdo y su memoria llegan lejos, tan lejos como ella nunca pudo imaginar. Los ecos de su mundo y su trabajo son la inspiración de quien no llego a conocerla y el orgullo de quien anduvo en su camino …






miércoles, 27 de julio de 2016

Sophia

Sophia nació antes de tiempo.
Tenía demasiadas cosas por conocer, tocar y oler como para perder el tiempo en el vientre de su madre así que con 7 meses de vida, decidió nacer.
Fue una niña muy especial. Nació con mil y un problemas de salud, con un diagnóstico médico y con un pronóstico aún peor, pero a ella le dio igual...”haber si el médico iba a saber más que ella...” o algo así...
Entró en mi vida a los siete meses. El médico decía que era incapaz de sentir pero estaba equivocado, Sophia sentía, el calor de su madre cuando la tomaba en brazos y los brazos de su padre, claro que sentía, yo lo vi.
Empezamos a trabajar con ella como se trabaja con estas personas tan especiales y tan luchadoras, como si al menos fuera a vivir 99 años.
Una asociación donde recibía estimulación precoz, una profesora que le prestaba atención temprana y mi apoyo dirigido a Sophia y a su familia, y todos encantados por Sophia. Era una persona mágica.
“Como sus médicos no sabían nada” decidió desafiarlos y vivir y cumplir años, nada menos que dos.
Ella tenía que ver, y sentir, y oler, y chuparlo todo hasta que a los dos años, decidió marcharse.
Simplemente debió pensar que tenía que conocer otras cosas, otras dimensiones, otras personas... que aquí ya lo había tocado todo.
En septiembre se fue y dejó a unos padres desolados y a un montón de gente que la echaba de menos y sin lugar a dudas, ese día fuel un mal día para todos.





martes, 26 de julio de 2016

Owachy... El lobo.



Bebí muy poco por el tema de los tan temidos controles de alcoholemia.
Había mucha gente en la fiesta, no conocía a casi nadie y había que echarse crema hidratante, pintarse la cara, elegir un nombre indio y escribirlo en una caña, ir al bautizo, echar la caña al fuego y dar una vuelta a la hoguera mientras “todos hacían el indio”.
Una noche de esas de fiesta, de no conocer a nadie, de estar tú contigo mismo y de danzar sobre el fuego mientras todos te miran.
Quería hacerlo bien, como la lista de San Juan. Al fin y al cabo son renacimientos y me hace falta renacer, en otra ciudad, con otra familia.
Me puse la crema hidratante, me pinté con lo que pille (rojo, amarillo y negro), elegí el nombre... que no me pareció el apropiado.
Pensé, Lobo??? pero si mi carpintero me chulea con la cocina? Pero si salgo poco por mi pueblo para no encontrarme con gente poco deseada? Pero... Lobo???
Bueno, asistí al bautizo, hice mi juramente a la Madre Tierra, de respeto hacia ella y hacia los seres vivos, y me bautizaron con romero y agua y si, dí una vuelta alrededor de la hoguera.
No fue la mejor de mis vueltas pero bueno, cumplí con el ritual.
Me vino fatal pillar al conejo. Lo evité hasta en dos ocasiones pero salió de la nada y se metió debajo del coche.
Fueron unos instantes eternos. Pensé que había pasado por entre las ruedas hasta que oí el chasquido de sus costillas entre mis ruedas y me vino fatal, pero ya estaba.
Al llegar a casa me bajé del coche apesadumbrado. No me gusta matar animales. Cuando veo una mariquita hasta doy el paso más largo para no pisarla, y lo llevo haciendo décadas.
Al día siguiente tuve que razonar el nombre indio, Lobo, y tuve que recordarme como nadie me había dado nada. Ni mis dos carreras, ni mis 19 años trabajando en la misma empresa, ni mi casa, ni mi cochera y como en mi día a día, a pesar de no pisar mariquitas y dejar que un carpintero me chulee, como había aprendido a defenderme desde los 19 años hasta hoy, como protegía a los míos cuando las cosas les iban mal y pensé, no me he equivocado de nombre.
Owachy, el Lobo...
Y hoy entendí el destino de ese conejo, el destino de ser atropellado, el destino de su muerte, el que yo no olvidara esa noche ni mi juramento, el que me reiterara en el respeto hacia los seres vivos y a la Madre Tierra y el que no olvidara mi nuevo nombre y su significado durante el resto de mis días.

Owachy, el lobo.